Durante muchos años, el relato breve “El dinosaurio”, del escritor guatemalteco Augusto Monterroso fue considerado el cuento más corto jamás escrito en lengua española. Reproducimos a continuación dicha obra:
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”
La crítica defendía que, nos guste o no, en estas siete palabras se articulaban todos los requisitos para poder considerar la obra en cuestión un cuento. Comienza remitiéndonos, de una manera imprecisa que nos adentra en todo un mundo de nebulosas posibilidades, a un protagonista que despierta de un sueño, o acaso una pesadilla, para encontrarse con un dinosaurio al que el autor, relatándonos la historia en tercera persona, relaciona, en una enigmática referencia, con el pasado del protagonista ( o la protagonista), y deja la acción congelada en un suspense sobrecogedor que, inevitablemente, atrapa al lector.
Me imagino que toda la crítica que jaleó la ocurrencia del señor Monterroso, alabando las bondades de la literatura experimental y los resultados de las inmersiones en la hiperbrevedad relatora, se vio enfrentada a emociones intensas y contrapuestas (amor, odio: el rey ha muerto, ¡viva el rey!) cuando en 2005 “El dinosaurio” fue desbancada del nº 1 del ranking de relatos breves en español. El autor que consiguió semejante proeza fue el mexicano Luis Felipe Lomelí, que con un relato titulado “El emigrante” consiguió mantener (si no elevar) la tensión narrativa y el magistral manejo del idioma, ahorrándose de paso 3 palabras y poniendo el listón muy alto para sucesivos intentos de récord. He aquí el opúsculo en cuestión:
“¿Olvida usted algo? - ¡Ojalá!”
Pero que nadie piense que esto es un ejercicio de estilo, ni un mero intento de notoriedad por la vía fácil. No. Esto es literatura de la buena. Seria. Formal. Con todo lo que una gran historia necesita. Y esto, que algunos malpensados no han acertado a ver, sale a la luz a poco que uno se ponga a analizar con detenimiento la obra. Así que analicemos.
En primer lugar, el autor maneja una prosa intimista, personal, cercana. Si de algo adolecía el relato de Monterroso era de su excesiva frialdad. Parece evidente que el autor, quizá preocupado por aliviar la insufrible tensión que emanaba de la historia, o tratando en parte de que su personaje resultara misteriosamente atractivo, desdibujó tal vez en exceso el carácter de nuestro/a protagonista, resultando un personaje plano, sin las profundidades y contradicciones presentes en los grandes clásicos. Quizá Monterroso (y perdónenme esta conjetura iconoclasta) apostó por el bestsellerismo, desconfiando de su infinita capacidad para el humor negro, la caricatura y la parodia. El resultado es un relato de acción, absorbente, si, pero sin el entramado emocional que cabría esperar en una obra de semejante calado.
Por el contrario, el mexicano Lomelí nos sumerge en la trama recurriendo al siempre ágil recurso del diálogo, lo que dota, además, a la historia de unas complejidades estructurales de las que carecía la obra de Monterroso. El autor nos remite en este caso a dos personajes atrapados en un tenso enfrentamiento (¿pelea de amantes? ¿interrogatorio policial?) cuajado de matices y revelador del abierto conflicto entre los protagonistas.
El relato se nos ofrece además abierto a múltiples temas, intemporales y, por lo tanto, de evidente actualidad. Con ese estilo cuidado, simple, buscando la perfección que se esconde en la pureza, Lomelí nos conduce por un mundo de personajes atormentados que esconden un escabroso secreto. En un giro magistral, nos ofrece un intenso reflejo del drama que se esconde tras la personalidad del interrogador (un personaje hastiado, en la mejor tradición del héroe cansado que ya no cree en lo que hace, pero continúa con ello porque lo considera su deber, y logra hacerlo, además, manteniendo una exquisita cortesía). A destacar ese elegante manejo de la más británica ironía que se logra entrever en el descarnado “ojalá” con el que concluye la obra.
Por otro lado, resulta obligada la referencia al uso, inteligente como siempre, que el autor hace de la emigración como metáfora del desarraigo personal, en lo que constituye una feroz crítica del mexicano a la sociedad postmoderna de estos turbulentos comienzos del siglo XXI. (Otros han querido ver una referencia al Alzheimer, ese trágico devorador de recuerdos, aunque discrepo totalmente: resulta difícil imaginar al autor, por carácter y por su obra anterior, utilizando un recurso tan burdo, de puro obvio).
En cualquier caso, obligado es remarcar que nos encontramos ante dos obras de enorme calidad, destinadas de manera inevitable a perdurar durante mucho tiempo y alcanzar el privilegiado status de las pocas, poquísimas obras que se incorporan para siempre al inconsciente colectivo y configuran una pequeña parte de la cultura occidental. Calidad a raudales. Risas y lágrimas, amor y odio. LITERATURA, en una palabra. Así, con mayúsculas.
Sin embargo, ambas obras han soportado siempre la ignominiosa etiqueta de elitistas o excesivamente cultas. De ser literatura al alcance de unos pocos escogidos, lejos de las posibilidades del gran público. Y desgraciadamente, la ausencia de continuidad en este estilo literario del relato hiperbreve, que tantas jugosas posibilidades encierra, parecía dar la razón a los agoreros, a los que defendían que la calidad está reñida con la popularidad, más allá del fogonazo que a estas obras han otorgado, momentáneamente, su plusmarquista brevedad. O tal vez fuera debido a que la enorme, inmensa calidad de los maestros constituía un reto tan descomunal que desanimaba incluso a los más audaces. Nadie se atrevía a seguir por el camino que los maestros habían abierto. El miedo a perder en las comparaciones, o más bien la certeza de que perderían en las comparaciones, suponía una frontera inatacable.
Hasta que una hornada de escritores jóvenes ha recogido el guante, dispuesta a afrontar el reto con la avidez desenfrenada del que no tiene nada que perder y sí mucho que ganar, con la ambición del que se sabe capaz de cualquier cosa en pos de sus sueños, y también, por qué no decirlo, con un inmenso talento que bebe de fuentes variadas, desde el clasicismo griego hasta el realismo postmoderno, pasando por la dramaturgia del siglo de oro español y las novelas del romanticismo francés.
Una generación de escritores con un estilo frenético, muy visual, fuertemente influenciado por la cultura cinematográfica. Unos autores en los que, sin embargo, lo ecléctico de su estilo, lo irreverente de su obra, la inconsistencia formal que sus relatos destilan en ocasiones no nos deben hacer perder de vista su enorme capacidad para crear una gran variedad de personajes atormentados, con complejidades psicológicas dignas de la obra freudiana, con rasgos surrealistas que nos remiten al impresionismo de principios del siglo XX, pero con unos valores morales eclécticos y sólidos, solidísimos, que nos indican hasta que punto ha cambiado, está cambiando, el trasfondo cultural de este occidente en el que nos movemos, que lleva decayendo desde siempre, como bien supo ver Spengler, pero que todavía tiene un enorme vigor en su interior, pugnando por asomarse hacia fuera en modos cada vez más variados, menos respetuosos con la forma, pero con un fondo más intenso, tremendamente provocador.
Valga como ejemplo la última obra de uno de estos jóvenes lobos que aspiran a comerse el mundo. Cuando cayó en mis manos, a través de una cadena de mails (ah, las nuevas tecnologías, qué grandes servicios tendrán todavía por prestarnos), fue como una revelación, como una deslumbrante epifanía. Tuve que frotarme los ojos, releer una y otra vez. ¿Era posible semejante obra maestra? Pero no había duda. Allí estaba.
Estamos hablando de una obra que, sabedora de que aspirar al trono de la máxima brevedad parece, hoy por hoy, tarea imposible, elige un camino paralelo para seguir la senda de los maestros. Se sumerge en la hiperbrevedad con maestría, sin pretender el récord, pero sin renunciar a ninguna de las vigorosas posibilidades que este estilo nos ofrece. Con el añadido, esta vez, de una temática novedosa y evidentemente provocadora. Incluso podríamos calificarla de herética, por el brusco cambio que supone respecto a los temas y la mentalidad que habitualmente alientan en la literatura hispanoamericana. El relato en cuestión bucea, con una crudeza estremecedora, en temas que tradicionalmente han sido considerados intocables. Religión, sexo y monarquía se entremezclan en una espiral vertiginosa, desbordante, que atrapa al lector en un laberinto en el que cada posible salida se convierte en un nuevo vórtice, en la entrada a un nuevo mundo en el que cada respuesta engendra nuevas preguntas, en el que nada es lo que parece ser.
Todo ello aderezado con una heterodoxia formal que no duda en recurrir a un lenguaje áspero, taleguero, en ocasiones desagradable, para pasar por momentos de un uso pulquérrimo de los términos cultos y expresiones propias de la alta sociedad que conforman una amalgama sobrecogedora, un contraste continuo que pone a prueba la concentración del lector, su capacidad para leer entre líneas.
Incluso el autor propone, respecto de la estructura narrativa, una innovación digna de tener en cuenta: lejos de optar por la ágil narración en tercera persona o de decantarse por la intimista y siempre práctica narración en primera, el relato se desenvuelve en el terreno de lo impersonal, evocando la levedad del rumor, utilizando la maledicencia que se desprende de este novedoso estilo como una evidente metáfora de las carencias morales que desde siempre han lastrado el carácter hispano. Características que, todas juntas, y cabría decir que contra todo pronóstico, conforman una obra de enorme calidad, bronca en lo formal, deslumbrante, innovadora, tierna, vital.
Estamos ante una obra, en definitiva, que huye del reto de batir a los maestros para buscar su propio camino. Una obra destinada a conmocionar, y quien sabe si cambiar para siempre, la concepción de la literatura universal.
Supongo que, a estas alturas, arderán en deseos de conocer la obra. Pues prepárense, porque allá va:
“Se han follado a la reina. ¡Dios mío! ¿Quién habrá sido?”
(Si me permiten el dudoso chiste, sobran las palabras).
Créanme, esta generación viene pisando fuerte. Han crecido en un mundo duro, exigente, y saben que deben buscar su lugar a empujones, a codazos, sin consideración con nadie. Puede que todavía sean anónimos para el gran público, pero llegarán a ser conocidos. Tal vez incluso más que conocidos: puede que lleguen a ser clásicos. A convertirse en inmortales.
Al tiempo.
El Rey Imprudente – Geoffrey Parker
Hace 3 días
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