viernes, 4 de junio de 2010

HISTORIAS DE LA PUTA MILI (III): WATERLOO, 1815

Ayer alguien hizo un comentario inocente que mi facilidad para el pensamiento lateral retorció hasta hacerme volver a pensar en uno de mis temas favoritos, las cagadas que han cambiado la historia. Es una cosa curiosa, porque por un lado me gustan estos temas, si, pero por otra parte desasosiega un poco pensar que el mundo que conocemos se ha forjado a partes iguales a base de errores y casualidades. Aunque, nos guste o no, es lo que hay.

Entre las cagadas históricas, las que más me gustan son las que tienen que ver con meteduras de patas de militares. Tampoco sé muy bien por qué, pero es así. Hoy me ha dado por pensar en Waterloo. El aburrimiento es lo que tiene.

Como siempre, pongámonos en antecedentes. Estamos en 1815. Napoleón Bonaparte, después de unos años de dar por saco a toda Europa, ha sido recluido en la isla italiana de Elba. Pero los 200 km cuadrados de aquel islote se le hacían estrechos, y por lo visto el tipo se sentía incómodo. Tal vez añoraba sus años de triunfo, sus correrías por medio mundo, sus victorias… esas cosas tienen que crear adicción, se quiera o no. Así que el petit caporal se puso el mundo por montera (otra vez) y decidió que ya estaba bien de exilio, que el destino de Europa se estaba desviando demasiado de lo que él había pensado en sus años mozos. Llamó (es un decir) a algunos de sus antiguos y fieles subordinados, comprobó que todavía podía contar con su inquebrantable apoyo, y se plantó en París, con dos cojones, para decirle al rey que a ver qué pasaba. Que ya estaba bien de dejarse comer la merienda por ingleses, austriacos y otras gentes de mal vivir. El pueblo se puso de su parte (ah, los franceses, siempre tan amantes del vino, el paté y los tiranos) y el rey, Luis XVIII, decidió que aquel no era el año propicio para ponerse chulo y sacar a colación derechos reales y cuestiones por el estilo, así que hizo mutis por el foro.

Pero no todo el mundo aplaudió alborozado el bis del pequeño corso. De hecho, fuera de Francia las reacciones oscilaron entre la incredulidad y la mala hostia. Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia se reúnen en Viena y deciden que ya están hasta los cojones del enano francés, y que ya es hora de ponerlo firme (otra vez). Así que, para darle un aire oficial a la cosa, forman la Séptima Coalición, proclaman que Napoleón es el eje del mal y montan un ejército del copón para capturarlo de nuevo.

Aunque quizá sería más exacto decir varios ejércitos. Porque, por mucha coalición que quisieran vender, Prusia y Gran Bretaña, los dos países que más lejos meaban en aquella época en Europa, se llevaban a matar, así que montaron los ejércitos por su cuenta, cada uno con un comandante en jefe, y con la coordinación justa para no estar todo el día tropezando unos con otros.

Los ejércitos aliados, uno bajo el mando del duque de Wellington (con tropas inglesas, rusas, holandesas y alemanas, ahí es nada) y otro a las órdenes del Mariscal de campo Von Blucher, con tropas prusianas, se citaron en los países bajos, concretamente en lo que hoy es Bélgica, para, una vez juntos, avanzar sobre Francia y darle a Bonaparte las suyas y las de un bombero.

Pero si hay algo que el pequeño corso no tuviera, eso es indecisión. El enano las vio venir de lejos, y decidió, acertadamente, que si dejaba que aquellos dos colosos se unieran, tenía un futuro ciertamente oscuro. Así que pensó que lo mejor que podía hacer era tomar la iniciativa, ir a su encuentro, y atacar antes de que los aliados hubieran tenido tiempo para intimar.

Con lo que en junio de 1815, de nuevo al frente de su viejo y querido Ejército del Norte, el Emperador francés (sí, se había coronado emperador; si, otra vez) se planta en Bélgica dispuesto a aprovechar el distanciamiento entre los aliados. Divide y vencerás, como dijo alguien que no recuerdo (hoy estoy un poco vago y me da pereza documentarme, ustedes perdonen). El ejército francés estaba en inferioridad numérica frente al total de tropas aliadas, pero las cosas se igualaban bastante si se enfrentaba por separado a los ingleses y a los prusianos. Contaban, además, con su mayor calidad, ya que estaban formadas por tropas expertas, fogueadas y leales, dirigidas por buenos oficiales, y bajo el mando de uno de los mejores estrategas de la historia (aunque Bonaparte, en tanto que francés, me caiga un poco gordo, al César lo que es del César).

Inciso: acabo de acordarme, lo de divide y vencerás es uno de los grandes éxitos de Julio César. Es curioso, cómo funciona la memoria…. Fin del inciso.

Total, que los gabachos se plantan en Waterloo con ganas de fiesta y pillan a los aliados un poco despistados. Como ejemplo, el Duque de Wellington estaba en un baile en Bruselas con gran parte de la oficialidad del ejército. Con la típica confianza británica, lo que menos se esperaba era que el francés se le pusiera respondón, así que es de suponer que no le hiciera gracia tener que dejar la fiesta a toda leche para ir a ver el cristo que se había organizado.

Porque la idea de Napoleón de dividir a los aliados para poder atacarlos por separado estaba saliendo bien. Claro que también ayudaba el hecho de que los ingleses y los prusianos iban por libre (tenían campamentos separados, líneas de suministro independientes, e incluso sus cuarteles generales estaban separados unos 75 km). El caso es que los primeros ataques franceses tuvieron éxito: los ingleses se replegaron de sus posiciones iniciales hacia una colina en la que una granja podía servirles de defensa, y por su parte los prusianos, con el típico pragmatismo germano, decidieron que, ya que habían recibido la orden de avanzar, ellos avanzaban. Así que dieron media vuelta, y se pusieron a avanzar (hacia Prusia, que no era el plan original, vale, pero es que si nos vamos a fijar en los pequeños detalles…). Las cosas marchaban según lo previsto por el maquiavélico genio de Napoleón.

El Emperador, frotándose las manos, empezó a paladear las mieles del triunfo. Sin embargo, el que posiblemente era el único lunar entre sus muchas habilidades militares vino a pasarle factura. Estamos hablando de lo que hoy se llamaría selección de personal. Porque fueron dos subalternos los que acabaron por arruinarle la faena, que había empezado con visos de dar la vuelta al ruedo y salir por la puerta grande y terminó con una cogida de pronóstico reservado.

En efecto, dos mariscales gabachos fueron los que se encargaron de darle un poco de interés a la cosa cuando los aliados no sabían ni por dónde les venía el aire. Por una parte, el Mariscal Grouchy, al que se le encargó perseguir al ejército prusiano en desbandada; por otra, el Mariscal Ney, que recibió la misión de desalojar a los ingleses de la granja fortificada en la que se habían posicionado.

Bonaparte encomendó a Grouchy la misión de perseguir al ejército austriaco, asegurándose de que no podría volver al campo de batalla, con lo que quedaba eliminado del juego y la partida se transformaba en Napoleón contra Wellington. Pero Grouchy se pasó de frenada y siguió persiguiéndolos casi hasta la misma Prusia, con lo que se eliminó de la partida fue el contingente francés bajo su mando, que mientras sus camaradas se batían el cobre en Waterloo andaba de paseo por Centroeuropa, disfrutando del veranillo alemán. De hecho, el ejército prusiano sí que volvió al campo de batalla. Su comandante era perro viejo (bueno, no sé si muy perro; viejo, desde luego que sí, porque llevaba 72 tacos de calendario a cuestas) y efectuó una maniobra que, describiendo un giro, lo llevó de nuevo a la confrontación, en apoyo de los ingleses, mientras Grouchy perseguía fantasmas camino de Prusia.

Puede que a toro pasado la decisión se vea más fácil de lo que era, pero el caso es que incluso entre sus propias filas hubo quién si supo ver cual era la opción que la situación demandaba: cuando a lo lejos se escuchaba el retumbar de los cañonazos de la batalla principal, un joven capitán se encaró con el mariscal, exigiéndole “Il faut marcher au canon! (Hay que ir hacia los cañones!). Pero el mariscal, por lo visto, era de la vieja escuela, y ya se sabe: órdenes son órdenes. Nos han dicho que persigamos a los prusianos, así que a perseguir. El resultado: los prusianos pegando tiros en Waterloo y Grouchy con 30.000 soldados de excursión (me los estoy imaginando, en plan los niños del coro: que buenos son nuestros mariscales, que buenos son que nos llevan de excursión).

Mientras tanto, los ingleses habían aposentado sus británicos culos en la granja fortificada de Hougoumont dispuestos a aguantar hasta que el cielo se hundiera. Fieles al espíritu catenacciero de Wellington, plantearon la batalla con un cerrojazo digno de un Logroñés- Real Sociedad de los años 80, a verlas venir. Así que los franceses, mucho más creativos en esto de matar gente, se fueron a por ellos. El ejército del Norte francés era una máquina bien engrasada, formado por soldados con el culo pelado de pegar tiros por media Europa, y los aliados eran un grupo heterogéneo de ingleses, holandeses, alemanes y rusos, que no se entendían ni a la de tres y que lo más probable es que, si les hubieran dado tiempo, se hubieran acabado matando entre ellos, haciendo honor a los tradicionales lazos de amistad entre esos países a lo largo de la historia. Pero dos factores vinieron a torcerles el panorama a los enfants de la patrie: por un lado, un descomunal aguacero que convirtió el campo de batalla en un patatal similar (por seguir con la metáfora futbolística) al área pequeña de Las Gaunas, detalle que dificultó notablemente los movimientos de la artillería francesa; por otro lado, el Mariscal Ney.

El Mariscal Michel Ney, que era uno de los niños mimados del Emperador, tuvo un mal día. Al mando de la caballería francesa, en un rato en que Bonaparte se había retirado momentáneamente del campo de batalla, interpretó mal un movimiento de tropas en las filas aliadas (creyó que los ingleses se retiraban) y sintió la llamada de la gloria, así que sacó pecho (a mi el pelotón, Sabino, que los arrollo) y ordenó una carga masiva de caballería, colina arriba, que terminó con los franceses hechos unos zorros y los ingleses frotándose los ojos ante el inesperado rato de tiro al pichón que se les estaba proporcionando. Cuando Napoleón regresó, a última hora de la tarde, y se hizo cargo de nuevo de las operaciones, comprendió que el panorama pintaba mal, y empeñó su último recurso: la Guardia Imperial. Los invencibles soldados de élite del ejército francés cargaron en el último y desesperado intento de cambiar el curso de los acontecimientos, pero entonces, oh sorpresa, aparecieron en escena los prusianos de Von Blucher (¿dónde estaba Grouchy?), y la cosa ya no tuvo remedio. Por primera vez en su historia, la Guardia Imperial, los marines de aquella época, fue obligada a retroceder y el pequeño cabo corso comprendió que aquel no era su día.

Napoleón ordenó levantar su campamento (que se llamaba La Belle Alliance, imagínense; si ni siquiera Hitler, con una guarida de nombre tan marcial como El Nido del Águila, pudo conquistar Europa, ¿dónde iba Napoleón con esa mariconada de La Belle Alliance, el angelico? Si es que no me cuidan los detalles, y luego pasa lo que pasa) y retirarse, dejando atrás un cuadro de la Guardia para proteger su retirada. Pero estas tropas no se sentían especialmente heroicas aquel día, por lo que cuando vieron llegar a los ingleses y prusianos con los colmillos goteantes, juzgaron oportuno rendirse.

Inciso 2: esto, aparte de cambiar el destino de Europa, dejó dos frases para la historia (las citas de frases célebres son una debilidad que tengo, qué le vamos a hacer). Al General Cambronne, de la Guardia Imperial encargada de proteger la retirada del Emperador, ante la petición de rendición hecha por los ingleses se le calentó la musculosa y exclamó su célebre: Merde, la Garde meurt, elle ne se rend pas! (Mierda, la Guardia muere, no se rinde). Después se lo pensó mejor, decidió que lo de morir mejor lo dejaba para otro día, y se rindió (y, sorprendentemente, sobrevivió a aquel imprudente comentario, seguramente debido a la escasez de ginebra que habían sufrido las tropas inglesas). Por otra parte, el Duque de Wellington, al contemplar el devastado campo de batalla, una vez finalizado el baile, dejó para la posteridad el testimonio de cuán sensible puede ser el alma inglesa: “Al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”. Snif. No me digan que no es bonito. Fin del inciso 2.

Así que ya ven: somos lo que somos, y el mundo es lo que es, en gran parte, debido a dos monumentales meteduras de pata. Gracias al timorato Grouchy y al carácter comeniños de Ney, la fina estrategia de Napoleón se fue a tomar por el culo en aquel atardecer de la primavera belga de 1815. Lo cual tuvo inmediatas consecuencias:

1- Napoleón se ganó unas vacaciones en Santa Helena Holiday Resort, con vistas al mar, en mitad del Atlántico. Todo incluido.

2- Los ingleses y prusianos, con una envidiable estrategia geopolítica y una aguda visión de futuro, pusieron de nuevo en el trono francés a Luis XVIII , monarca que se encargó de iniciar la dinámica pendular (revolución-contrarrevolución, represión-contrarrepresión, etc) que caracterizaría la política francesa hasta la 1ª Guerra Mundial, para regocijo y cachondeo del resto de Europa.

Pero quizá la conclusión más importante (al margen de detalles tangenciales como el destino de Europa o que gracias a Ney y a Grouchy nos hemos librado de tener el francés como segundo idioma), es que esta batalla, en la que se estima que palmaron unos 30.000 franceses y cerca de 25.000 aliados, no sirvió para que nadie aprendiera nada.

Porque antes de Napoleón ya hubo muchos tipos listos que quisieron conquistar Europa y se pegaron un buen revolcón. Y después de él también ha habido unos cuantos, con idéntico resultado. Así que me temo que la historia acabará repitiéndose, por mucha Unión Europea que tengamos ahora y mucha alianza de civilizaciones.

Y tampoco sirvió, por ejemplo, para que en las academias militares se viera la necesidad de alguna asignatura en la que los futuros genios de la guerra puedan aprender a distinguir a todos los metepatas (llámense Grouchy, llámense Ney) que tienen a sus órdenes.

Con lo que el talento y la estrategia (y con ellas el destino del mundo) seguirán estando, como siempre han estado, a expensas de la casualidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una pena lo del inciso 1,yo lo sabia!!!! .
Respecto a Europa está hecho: la Eurocopa ya la hemos ganado, así que la Union Europea ya nos da igual y podemos decidicarnos a hundir el Euro y reconquistarlos con la peseta...
Aunque pensandolo bien, nuestra España es como esa Europa en pequeño... ¿andaremos igual?