martes, 1 de junio de 2010

LOS SABORES PERDIDOS

El coronel Emiliano Campoverde cumplió 72 años un domingo de Octubre frío y luminoso, pero nadie se acordó de felicitarle el día. Vivía solo desde hacía tanto tiempo que casi se alegró de no ser víctima de los piadosos recuerdos de algún amigo de otra época que viniese a enturbiar la paz que tanto le había costado conseguir. Nada más despertarse había sentido la tentación de echar la vista atrás y contemplar su vida, pero la posibilidad de que no le gustara lo que viera lo espantó lo suficiente para resistir los embates traicioneros de la memoria y pasar el día refugiado en su rutina de jubilado. Como todos los domingos, el coronel sacó brillo a su colección de medallas, fregó el suelo, quitó el polvo, le dio de comer al perro y llegó al mediodía victorioso en su batalla contra un pasado que se resistía a ser olvidado. Sin embargo, en la sobremesa, con la cabeza embarullada de sueño y anís, cuando estaba a punto de consagrarse a la siesta de media hora de cada día, cometió un error y se metió en la boca un caramelo de fresa. Demasiado tarde comprendió que aquel gesto inconsciente era una concesión a la nostalgia, porque el sabor de los caramelos de fresa siempre le recordaba el primer beso. El viejo coronel se resignó a su suerte y zozobró sin remedio en el mar embravecido de los recuerdos.



Ella se llamaba Pilar, y sabía a fresa. El coronel nunca pudo olvidar aquel sabor, y aunque no había vuelto a saber de ella, algunas veces se sorprendía recordando aquella tibieza fragante que ella le había dejado marcada en la piel. La había besado una tarde de verano, junto al cauce de un río que se había secado muchos años antes, y al notar el tacto suave y tembloroso de aquellos labios de fresa su corazón comenzó a latir tan fuerte que alborotó a una bandada de palomas en un árbol cercano. Las aves los dejaron envueltos en el perfume de su aleteo, aferrándose a un instante al que le bastó durar un segundo para convertirse en eterno. Aquella tarde el coronel todavía no era coronel, y ella tenía esa inocencia perversa que sólo puede tener una niña con prisa por ser mujer. Aquella tarde, cuando la besó, se encadenó para siempre al sabor de un caramelo de fresa. Aquella tarde el coronel supo, sin entenderlo del todo, por qué los hombres tienen miedo a la muerte.


Desde entonces habían cambiado tantas cosas que al coronel le parecía que aquello había pasado en otro mundo. Su cumpleaños se deshacía en una tarde triste de domingo, y decidió salir a pasear cuando sintió que las paredes del cuarto se le venían encima, que el aire de la habitación le dejaba en la boca el gusto rancio de viejas banderas manchadas de barro y sangre, de glorias pretéritas y agusanadas. Salió de casa consciente de que aquello era una huida, una rendición sin honor, pero no le importó, porque el coronel había renunciado hacía ya mucho tiempo a mantener una vida digna. La dignidad exigía un sacrificio que él ya no podía realizar. Su espíritu de lucha había muerto en una trinchera embarrada, cuando una bala le atravesó un pulmón y le hizo comprender de repente que toda su vida había sido un error. Aquella bala mató su valor y le llenó la boca del sabor amargo del miedo. Mientras caminaba acompañado por el perro, recordó el aquel sabor salado. Sabor a sangre, a dolor, a polvo, a rabia. En aquel momento, en aquella lejana tarde de verano, el coronel supo que el valor no consistía en enfrentarse al enemigo sin pensar en la muerte: el valor era mirar a los ojos de la mujer amada, y después marchar otra vez a la guerra, a otra guerra, sin saber si algún día regresaría. Aquella tarde, una bala le recordó que quizá no volviera ya nunca más a casa, y se asustó tanto que lloró. En mitad de la batalla, rodeado de dolor y destrucción, el coronel que siempre había despreciado la muerte lloraba como un niño ante la posibilidad de no volver a ver a su mujer. Pero sobrevivió a aquella batalla, sin saber muy bien cómo, y entonces decidió que había llegado la hora de dejar de luchar. Desde aquel día había vivido retirado, con el sabor del miedo rondando siempre en sus recuerdos. Jubilado a los 36 años, el coronel se convirtió en un viejo que huía de su destino de héroe, que escapaba de un ejército de fantasmas que lo perseguían sin descanso.


Sus pasos lo llevaron a la playa, y caminó durante un rato por la arena mientras el sol se escondía, herido de muerte, a su retiro más allá del horizonte. El perro le trajo un palo mojado que él lanzó lejos para que el animal pudiera traerlo de nuevo, y pasaron algún tiempo con ese juego. Ir y venir. Como el sol. Como las olas. Como los recuerdos. El coronel encontró en los bolsillos del viejo abrigo un paquete arrugado de cigarrillos, y no acertó a explicarse qué hacían allí. Encendió uno, su primer cigarrillo en 10 años, y el sabor del tabaco le trajo imágenes de otro tiempo. Volvió a ser aquel niño que jugaba a ser hombre fumando a escondidas en el patio, con el humo raspándole la garganta y los ojos llorosos, luchando por contener la tos para no ser el blanco de las burlas de los camaradas. Aquel sabor áspero le recordaba tiempos felices y pasados, tiempos que ya no volverían: las noches de invierno de su juventud, cuando fumaba en las trincheras ocultando la brasa para no ser visto por el enemigo; los ratos vacíos entre batallas, cuando ofrecer un cigarrillo era mucho más que un simple gesto; las reuniones de oficiales, tiempo después, mientras se contaban unos a otros aventuras que eran mitad falsas y mitad inventadas con una copa de aguardiente en la mano, en medio de un ambiente lleno de humo azul; aquellos ratos en los que todos trataban de olvidar los malos momentos que habían pasado y de no pensar en los que todavía les aguardaban. Aquel sabor a mundo de hombres le recordaba también los días inquietos de cuando María lo convenció para dejar de fumar y el coronel paseaba su nerviosismo mascando un palo de regaliz, intentando adivinar en la boca la sensación apaciguadora de un cigarro. El coronel tiró la colilla y la pisó, enterrándola en la arena húmeda, y deseó poder enterrar del mismo modo aquella avalancha mortal de recuerdos que le envenenaban la vejez. La tarde se acababa y el frío comenzaba a traspasar su abrigo, indicándole que ya era hora de volver a casa. El coronel emprendió el regreso con pasos tristes y vencidos, dejando tras de sí los jirones de sueños que se le habían muerto hacía ya mucho tiempo.


El aire de su habitación se había despejado y ya no tenía ese leve aroma melancólico de los recuerdos, un olor que el coronel siempre asociaba, sin saber por qué, con la imagen de un viejo vestido de novia conservado en alcanfor. Volvió a contemplar sus medallas, aquellos pedacitos de gloria que ya sólo eran trozos de metal que no significaban nada. El coronel, empapado de nostalgia, decidió llevar hasta el final la evocación de todo lo que había sido su vida, y trajo desde el dormitorio el retrato de su mujer muerta. María lo miraba desde el centro de aquel marco de plata vieja con la misma belleza serena que siempre tuvo, insinuando una sonrisa tímida. Mientras contemplaba a María, descorchó una botella que había guardado durante muchos años, esperando una ocasión que nunca se presentó, y se sirvió una copa de vino. Al coronel no le importaba que los médicos se lo tuvieran prohibido, porque ya había decidido que aquella iba a ser su última copa de vino. Era suave, como terciopelo líquido que le acariciaba la garganta y le traía todo el calor del sol sobre las uvas, todo el frescor callado y polvoriento de bodegas centenarias. El coronel, sin embargo, notó algo más en ese vino, algo muy especial. El sabor del vino en la boca le hizo sentir otra vez la angustia desmedida de la última vez, aquella opresión que se le había instalado en el pecho el día que se despidió de María para siempre. En aquella ocasión habían brindado con el vino más viejo que el coronel pudo encontrar por la casa, y María le había hecho prometer que intentaría ser feliz sin ella. Él se lo había prometido, aunque sabía de antemano que sería imposible, que aquel desafío estaba perdido. María cayó en una batalla contra un enemigo sin rostro y todo un ejército de médicos no bastó para evitarlo. María se fue, y el coronel sufrió aquel día la derrota más dolorosa de su vida. Sólo le quedó el sabor de la impotencia, del miedo a la soledad, de la rabia por todo lo que no supo decirle. Sólo le quedó el sabor de una copa de vino. Un sabor que jamás volvería a ser dulce.


El coronel Emiliano Campoverde encendió otro cigarrillo y buscó en el humo reflejos del pasado. Los ojos que lo miraban desde el retrato le quemaban como brasas y se sintió incómodo dentro de su piel, como si ésta fuera un traje prestado. Habría llorado si las lágrimas no se le hubieran agotado años atrás. Recordó que aquel día cumplía 72 años, y se avergonzó de haber llegado tan lejos. Le asaltó la idea, extrañamente lúcida, de que todos los militares deberían morir en el campo de batalla, sin sufrir la agonía de un montón de años vacíos, de una vida inútil, de un valor marchito. El coronel repasó todos los sabores que lo habían visitado aquella tarde y comprendió al fin que la frontera entre la felicidad y la miseria es tan leve como el sabor de un caramelo de fresa en la boca de una niña, como el humo de un cigarrillo. Como el regusto amargo de la sangre bombeada por un corazón sin sueños. Como un vino con el que brindar por el olvido.


El coronel tuvo un último recuerdo para su mujer: “Siempre a tus órdenes, vieja”. Después, cuando ya era noche cerrada, el coronel Emiliano Campoverde se pegó un tiro en la cabeza con su viejo revólver del ejército. Aquel día cumplía 72 años, y su único regalo fueron unos pocos recuerdos de otro tiempo. Un puñado de sabores que el coronel se llevó consigo para siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Conozco al coronel... cúanta pena y soledad arrastra!.¡Qué difícil debe ser vivir así!.
Siempre he pensado que cuando has conocido el "amor" y has vivido con él, lo peor es para el que se queda.
Yo sólo espero que cuando llegue el momento, sea tarde y breve.