sábado, 5 de junio de 2010

SALVAJE

Llovía.

Quizá eso no era lo más importante de la noche, pero es lo que más recuerdo. Uno siempre recuerda detalles intrascendentes de su primera vez. Llovía en condiciones, con esas gotas densas que te dejan con la sensación de estar empapado hasta los calzoncillos. El agua corría por mi cara, pero yo no me movía. Me había costado mucho reunir el valor para tomar la decisión, y ahora no iba a moverme. Por mucho que lloviera.

Así que seguí esperando en aquel callejón, bajo la lluvia. Al menos así el olor a mierda no era tan insoportable. Aunque tampoco me hubiera echado para atrás. Lo que me jodía de verdad era no poder fumar, para hacer la espera un poco menos agobiante. Pero qué le íbamos a hacer.

De vez en cuando metía la mano en el bolsillo, y tocaba el arma. Su tacto me devolvía la confianza. Todo iba a salir bien.

Por fin la vi venir. Bajó de un taxi, y se subió los cuellos de la gabardina, tratando de protegerse del aguacero. Me puse en tensión. Ahora o nunca.

Ella estaba a 10 metros del portal. Yo a 10 metros de ella. Nadie a la vista. Tenía 2 o 3 segundos para acercarme. Ahora o nunca.

Mis pies comenzaron a moverse solos, sin que yo tuviera nada que ver. Mi mano aferraba el arma, en el bolsillo. El agua seguía resbalando por mi cara. Y de repente me encontré a su lado. Ella no me había visto todavía, pero estaba tan cerca que podía incluso oler su perfume, mezclado con la peste a tabaco que se había traído puesta de aquel bar en el que solía tomar una copa después del trabajo. Mi mano apretaba la pistola tan fuerte que incluso me dolía.

Todo pasó en un instante. Ni siquiera estoy seguro de que fuera yo el que lo hizo. Recuerdo que el estampido me sobresaltó. Más a ella, desde luego. En su cara se reflejó una mueca de sorpresa, o de incredulidad. No era posible, decía aquella mueca. Eso no podía pasarle a ella. Pero estaba equivocada, desde luego. Sí que podía pasarle. A ella y a cualquiera. El que a un hijo de puta se le crucen los cables, como se me habían cruzado a mí, y un buen día se presente delante de ti y le dé por acabar con tus sueños. Por llevarse por delante tu futuro.

Noté una salpicadura en la cara. Algo caliente a través del frío de la lluvia. Recuerdo haber pensado que era asquerosamente fácil. Así que es esto lo que se siente cuando se mata a alguien. Lo imaginaba más emocionante. Supongo que lo que le da la emoción es saber que el otro se puede defender. Hacerlo mientras ella estaba indefensa no era tan divertido, pero también tenía su aliciente.

Porque aquello me excitó. Fue la primera vez que mataba, y me gustó. No supe bien por qué lo hice, ni recuerdo bien quién era ella. Alguien que estaba en el lugar equivocado, sin duda. Pero recuerdo la sensación de poder subiendo por el pecho, como el calor de un buen coñac. Sí, me gustó.

Me gustó tanto que me aficioné. Porque todos tenemos nuestro lado salvaje, y si lo dejas asomar una vez, te domina para siempre. Eso fue lo que me pasó a mí. A la semana siguiente lo repetí, con aquella compañera idiota del trabajo que se tiraba al jefe y se paseaba por la oficina con su risita estúpida. Con ella fue distinto. No sabía su horario, así que fui a su casa. Ella me dejó pasar, porque le hablé de algo del curro, y una vez dentro todo fue fácil, como si lo hubiera estado planeando durante mucho tiempo. Era pura improvisación, porque yo había ido allí sin ninguna idea acerca de lo que iba a hacer. Sólo sabía que el deseo de matarla me envolvía, y no podía sacármelo de la cabeza. Pero cuando le di el primer golpe y la vi rodar por el suelo, con los ojos abiertos de la sorpresa y el pelo alborotado (me gustaba más así que con el peinado de zorra que llevaba a la oficina) volví a sentir que aquello se me daba bien. Que había nacido para eso.

Aquella vez me recreé. Reconozco que tuve una inspiración, y cuando la vi caer con la bata entreabierta, mostrando a medias aquellos muslos blancos que hasta entonces sólo había visto el jefe supe lo que me apetecía. Así que la golpeé otra vez, y luego otra. Estaba tan sorprendida que ni siquiera gritaba, la muy estúpida. La cogí del pelo y la llevé a rastras hasta el sofá. Le quité la bata de un tirón, y creo que fue entonces cuando comprendió que se le había acabado la suerte. Que por fin había salido su número. Pero lo interpretó como lo que no era.

Trató de cubrirse los pechos. La muy puta no llevaba sujetador. Le di otra vez, fuerte. Creo que le rompí un par de dientes, pero ella entendió el mensaje, y apartó las manos. Las colocó delante de la cara, en un gesto que supongo que pretendía evitar más golpes. Ya no le preocupaba que le viera las tetas. Creo que no le preocupaba ni siquiera que le hubiera roto los dientes. Su único deseo era que no le pegara más. Yo me sentía poderoso. No perdí ni un segundo en mirarla, aunque estaba buena, la zorrita del jefe. Con una mano la agarré del pelo y tiré sin contemplaciones, levantándola en vilo, y con la otra volví a golpearla. Una y otra vez. Disfrutando de cada golpe, notando cómo los huesos crujían bajo mi mano, como saltaba la sangre.

Y tal como había llegado, la excitación se fue. Ella ya no sentía miedo. Ya no sentía nada. No había perdido el sentido, pero se había convertido en un cuerpo inerte. La visión de aquella zorra con sus bragas de 100 euros y su cara sangrante dejó de gustarme. Así que metí la mano en el bolsillo y saqué la navaja. Cuando la hoja saltó con aquel chasquido metálico ella intentó abrir un ojo, sin conseguirlo del todo, pero no le di tiempo para adivinar lo que iba a pasar. Se la clavé en el pecho, justo entre las tetas. Apreté lo justo para que la hoja entrara despacio, recorriendo sin prisas el camino hacia el corazón. Ella sólo abrió un poco la boca, pero no emitió más que un gemido ahogado. Y todo se acabó. Saqué la navaja despacio, como había entrado. La limpié en la bata, y me fui. Ni siquiera la miré. Nunca me había gustado aquella zorra.

La siguiente vez decidí ir un poco más lejos. Me apetecía la mujer del jefe, y pensé que sería más divertido si lo hacía con él presente. ¿Por qué no? Aquel hijo de puta siempre me había caído mal. Quería ver la cara que ponía mientras le daba lo suyo a su mujercita. Quería ver sus ojos intentando adivinar si me conformaría con aquello o después seguiría con él. Sería divertido.
Aquella noche estuve esperando delante de su casa. Era un chalet con un jardín enorme, en una urbanización cara. El muy gilipollas ni siquiera tenía perro. Casi se merecía lo que le iba a pasar. Yo fumaba un cigarrillo tras otro, mientras esperaba que se apagara la luz del salón. Sólo fumaba y esperaba. Disfrutaba de la espera, y disfrutaba pensando en lo que iba a hacer a continuación.

Desde donde estaba vi que la luz del ventanal se apagaba, y unos segundos más tarde se encendía otra en el piso de arriba. Entonces fue cuando empezó todo. Como siempre, me salió de manera automática. Había descubierto que para mi aquello era tan natural como respirar.
Rompí el cristal y entré por la ventana del salón. Sin detenerme, comencé a subir por las escaleras. Del dormitorio venían unos ruidos inequívocos. Aquellos cerdos estaban pasándoselo bien. Perfecto. Mucho mejor para mi.

Cuando entré en la habitación, su primera reacción fue, como las otras veces, de incredulidad. Ella estaba a cuatro patas, y tardó un segundo más en verme, pero él me miró de repente con cara de sorpresa. Con aquella misma estúpida expresión que solía llevar en la oficina. Solo que ahora no estaba adornada con la mueca de superioridad que tenía en horario laboral. Supongo que el hecho de que un subordinado entre en tu dormitorio con una pistola en la mano mientras estás follándote a tu mujer puede ser desconcertante. Me quedé allí, mirando como salía de ella y su erección se desvanecía por momentos. Tenía una buena polla, el cabrón. Pero ya la había usado bastante.

Ella intentó cubrirse con la sábana. No la dejé. Avancé dos pasos y le apoyé la pistola en la cabeza a su marido. Sólo lo diré una vez, avisé. Deja esa sábana y túmbate boca arriba. Al principio no se movió. Amartillé el revólver, y entonces obedeció. Tenía un cuerpo espectacular, pero no la miré ni un segundo. Primero le tocaba a él.

Le solté una hostia con todas mis fuerzas en plena jeta. Creo que no se lo esperaba. El muy imbécil todavía no entendía lo que estaba pasando. Cayó al suelo, sangrando como un cerdo por la nariz. Comencé a darle patadas, en la cara, en las costillas, en los huevos. Ni siquiera se protegía. Estaba paralizado por la sorpresa. Como si aquellas cosas no pudieran pasar en su mundo, en su universo de ejecutivos de élite. Yo seguía dándole, una y otra vez. Mis zapatos estaban totalmente cubiertos de sangre. De su sangre.

Paré unos segundos, sólo para recobrar el aliento. Me acuclillé junto a él. No había perdido el sentido. Bien. Quería que viera lo que iba a pasar a continuación. Supongo que nunca has visto a tu mujer con otro tío, le susurré. Hasta yo me sorprendí de lo cálida que sonaba mi voz. Pero siempre hay una primera vez. Quiero que te sientes en aquella silla y prestes atención.

Le metí el cañón en la boca y le obligué a ponerse en pie. Casi no podía andar, pero llegó hasta la silla y se derrumbó en ella. Entonces apoyé el revolver en su polla, y vi cómo sus ojos se abrían. Pude ver su pánico, a través de la sangre. Prefieres que se lo haga a ella, ¿verdad? Prefieres que me la folle a que te vuele los huevos, ¿a que si? No asintió. No dijo nada. Sólo siguió respirando, cada vez más rápido. Me lo tomé como un sí.

Me volví hacia ella. Había comenzado a sollozar, casi en silencio. Me senté al borde de la cama, junto a ella. Apoyé el cañón del arma en su pecho, rozando el pezón. Se le puso duro. El miedo es curioso, a veces. Yo lo sabía. Lo había sentido muchas veces, antes. Deslicé el cañón por su vientre. Estaba muy buena. Creo que ella todavía confiaba en sus armas de mujer. Abrió un poco las piernas. Como invitándome. Aquello me decepcionó. Le miré a los ojos. Eran verdes, creo. Con motitas marrones. ¿Quieres que te folle?, le pregunté. ¿O prefieres que lo mate? Giró los ojos hacia el guiñapo sangrante de la silla, al otro lado de la cama. Luego volvió a mirarme. No dijo nada, pero abrió más las piernas. La muy puta.

Entonces pasó como las otras veces. La excitación se me fue de golpe. Aquello dejó de ser divertido. Me vi en aquella habitación, con mi jefe desnudo en una silla, mirando como acariciaba a su mujer con el cañón de un revólver del 38. Con su mujer desnuda, respirando rápido. Sin saber si era de miedo o de verdad estaba deseando que me la follara allí mismo, delante de su marido. Era todo tan feo. Tan vulgar. El entusiasmo dejó paso al hastío. Apreté el gatillo, casi sin saber dónde tenía el arma. Resultó que la tenía apoyada en el vientre, a medio camino entre el ombligo y su coño. Ella se encogió como un muelle, y la sangre comenzó a salir a borbotones. Un asco. Me giré hacia él. Todavía estaba inmóvil en la silla, sin poder creer lo que acababa de pasar. Sin adivinar lo que venía. Casi me dio pena, el gilipollas. Me acerqué un poco. Levanté el brazo y apreté el gatillo otra vez. Vi como se le abría un boquete en el pecho, un poco por debajo de la tetilla derecha. Mi puntería no es muy buena. Por eso prefiero el cuchillo.

Bajé el arma. Ahora olía a pólvora, y a sangre. Me sentía cansado. Es como me siento siempre, cuando pasa la diversión. La excitación se va, y sólo queda el cansancio.

Oí un ruido detrás de mí. Me volví levantando el arma, y vi una cara espantada en el umbral. Soñolienta, incrédula. Joven. Un niño. No sabía que el jefe tuviera hijos. Ahora que lo pensaba, no sabía demasiado de él. Seguí la mirada del crío hasta los cuerpos de sus padres. Luego me miró. Podía ver el miedo en sus ojos. Un miedo auténtico. Genuino. Verdadero terror.

Entonces volvió aquel calor en el pecho. Es sólo un niño, pensé. Pero volví a levantar el arma. ¿Y por qué no?


Cuando me alejaba comencé a escuchar las sirenas que se acercaban. Nadie me molestó. Seguí caminando durante un buen rato, hasta que encontré un bar abierto. Entré y pedí un coñac. Me sentía bien. Todavía sentía un hormigueo en las manos. El leve rastro que dejaba la excitación cuando se resistía a irse del todo.

Apuré el coñac.

Y salí a la noche de nuevo, paseando lentamente de vuelta a casa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este es bueno.