jueves, 3 de junio de 2010

NIÑOS DE CRISTAL

Cuando te decides a tener hijos, asumes que te estás echando encima una buena cantidad de problemas nuevos (no, queridos futuros padres, no todo es satisfacción). Vale, eso forma parte del negocio, y si estás dispuesto a compartir tu casa y tu vida con uno o más pequeños tiranos, que pasarán a ejercer el despotismo a jornada completa, a veces por imperativos biológicos y a veces por ganas de tocar los huevos, ya sabes lo que te toca. Ajo y agua.


Pero los niños traen también otros inconvenientes en los que es más difícil reparar a priori. Y es que, dado que los enanos son seres sociables (en mayor o en menor medida, depende de los casos), tienden a relacionarse con otros de su especie, que a su vez tienen también padres. Todo esto hace inevitable el roce con los otros padres en diversas situaciones: en el colegio, en el parque, y, si tienes mala suerte y compartes vecindario, en el supermercado o en la cola para comprar el pan.


Y aquí ya estamos hablando de otro tema, porque los adultos somos infinitamente peores que los niños, y mucho más difíciles de tratar, también. Con los enanos, se trata básicamente de impedir que se maten, que maten a otros, que coman lo suficiente para sobrevivir sin demasiadas carencias y que no rompan nada que no puedas pagar. Que tampoco es tan fácil, no se crean. Pero que es infinitamente preferible a tratar con los padres. O al menos con algunos padres.


Vamos con un ejemplo que ilustra el tema. En el colegio de mi hijo algunas madres han decidido montar una especie de cooperativa paterno-materno-filial para la realización de performances a la hora de celebrar los cumpleaños de los churumbeles. La idea es juntar todos los cumpleaños del trimestre el mismo día, para que vayan todos los niños de la clase, y los pseudocumpleañeros disfruten de la compañía de sus compañeros y de un regalo para cada uno. Genial. Una manera genial de meterle una hostia como un piano al entusiasmo de un niño.


¿Y por qué todo esto?, se preguntarán. Da igual, aunque no se lo pregunten yo voy a responder, que hoy estoy inspirado. Los argumentos para montar semejante paripé son económicos (así nos sale más barato a los padres), sociológicos (todos los niños serán iguales ante los cumpleaños) y psicológicos (ningún niño se sentirá traumatizado ni presa de la desolación por no ser invitado al cumpleaños de un compañero). Es decir, salvando el tema monetario, todo lo demás parte de la premisa de que los niños son de cristal. Proteccionismo elevado a la enésima potencia.


No puedo evitar pensar en la manera en la que esto se resolvía en los tiempos en los que a mí todavía me hacía ilusión cumplir años (hace eones, como pueden suponer). Entonces llevabas al colegio unos caramelos o unas chuches para repartir entre los compañeros, ellos te cantaban el cumpleaños feliz, y ya estaba. Luego tus padres te montaban una fiesta de cumpleaños, que era otro cantar. No invitabas a todos los compañeros de clase, por varias razones: porque eran muchos, porque algunos no te caían bien, porque algunos no les caían bien a tus padres,…. vamos, lo normal. Tú tenías tu fiesta, con tus amigos, te sentías el rey del mambo por un día, soplabas las velas, tenías mogollón de regalos y te lo pasabas como un indio. Además, el cumpleaños te permitía desquitarte del abusón que te daba collejas en el recreo y te quitaba el bollycao o equivalente no invitándole a tu fiesta y condenándole, al menos por un día, al ostracismo social. Lo cual te hacía sentirte todo lo poderoso que un enano de 5 años puede sentirse.


Esto tenía su contrapartida, claro, porque había muchos niños (generalmente los que tú no habías invitado) que no te invitaban a ti cuando llegaba su cumpleaños. Y tú lo aceptabas con mucha más filosofía de la que ahora les suponemos a nuestros hijos: vale, no me llevo muy bien con él, no le invito a mi cumple, él no me invita al suyo, y ya está. La vida sigue. No conozco a nadie de mi generación que arrastre traumas (más traumas de la media, quiero decir) por estos temas.


Pero hoy en día, los niños deben haber evolucionado de una manera que les hace peligrosamente sensibles a todos estos azares propios de las relaciones sociales. Pareciera que no pueden ser expuestos jamás a la tristeza, al rechazo, a sentir que no siempre pueden tener lo que quieren. Y, por suerte, cuentan con unos atentos y vigilantes padres que están dispuestos a protegerlos de todos los peligros habidos y por haber. Graves o insignificantes. Reales o imaginarios. Lo importante es proteger.


Naturalmente, el problema es nuestro. De los adultos. Porque, por algún misterioso proceso, nos hemos olvidado de cómo fue nuestra infancia. Y ya estamos talluditos, de acuerdo, pero tampoco tanto como para justificar una amnesia de este calibre.


Y es más, aún admitiendo esta laguna de memoria colectiva, nos quedaría el sentido común para afrontar la situación, y eso debería ser suficiente. Porque los niños son pequeños, sí, pero no tontos. Y en algunos aspectos son frágiles, pero sólo en algunos aspectos. Nuestra tarea como padres no debería ser mantenerles en una burbuja, a salvo de todo mal, sino darles las herramientas que van a necesitar para afrontar todos los malos ratos que les quedan por delante. Y eso supondrá, en muchos casos, que los niños lloren.


Porque llorar forma parte de la vida. A cualquier edad. En realidad, no es que forme parte, sino que es la esencia misma de la vida. La tarea de los padres no debería ser evitar las lágrimas de sus hijos a toda costa, sino estar preparados para enjugárselas cuando vengan, consolarlos y asegurarse de que no se detienen demasiado tiempo a pensar en lo desgraciados que son, y siguen adelante.


¿De verdad creemos que un niño se va a traumatizar porque Fulanito no lo invite a su cumpleaños? Puede que le duela, por supuesto, puede que sufra, pero ¿traumas? A mí me parece que son mucho más resistentes que todo eso, la verdad. Pero no sólo son resistentes: también son observadores. Se fijan en todo lo que hacemos los mayores, absorben nuestra conducta como esponjas, nos imitan. Y creo que les estamos mandando un mensaje equivocado.


Porque les estamos escondiendo el dolor, en vez de enseñarles a vencerlo. Les estamos evitando la frustración, en lugar de enseñarles a superarla. Les estamos adiestrando para un mundo de color rosa mientras les estamos dejando el mundo que ellos heredarán hecho unos zorros.


Así que no me vengan con cumpleaños colectivizados en pro de la felicidad eterna de los niños. La felicidad eterna no existe, ni para los niños ni para nadie. El mundo es así, hay que disfrutar cuando toca, y apretarse los machos cuando vienen mal dadas. Y eso vale para todos, niños incluidos. Que disfruten de su cumpleaños con una fiesta para ellos solos, sintiéndose especiales. Y que estén preparados, al día siguiente, para volver a las trincheras.


Porque, tarde o temprano, volarán fuera de nuestro nido. Les tocará enfrentarse a la fea realidad. Y más vale que estén preparados, porque si no es así la hostia que van a llevar va a ser de órdago a la grande y me llevo dos.


Así que quizá deberíamos pararnos un poco a pensar qué queremos para nuestros hijos: que lleguen a los 18 años llorando por la muerte de la madre de Bambi, o que sepan que hay veces que no todo viene rodado y hay que apretar los dientes.


Ser padres también obliga a enseñarles estas cosas. Y si no te gusta, haber elegido muerte.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Perfecto! opino exactamente ésto, aunque no lo sepa expresar tan bien