Como cada año, para mí el comienzo oficial del verano no tiene nada que ver con lo que diga el calendario. Al menos el calendario normal. Más bien depende del calendario laboral de mi santa, que tiene la misma intolerancia al calor que yo al frío. Como los niños han salido a ella y el calor les produce sarpullidos (literalmente), cada mes de Junio esperan ansiosos el momento en el que son liberados de las obligaciones escolares y laborales para escapar al norte, al refugio de las montañas, huyendo de la sofoquina que suele padecer la city. Es entonces cuando el verano comienza de verdad. Lamentablemente, mis vacaciones no dan para escaparme todo el verano, así que me veo abandonado a mi suerte en la inhóspita ciudad. Ejerciendo de Rodríguez.
Una figura ésta que no ha sido lo suficientemente valorada. Esa abnegación de los sufridos hombres, que permanecemos al pie del cañón, trabajando mientras medio país está ya de vacaciones, soportando estoicamente la ausencia de los seres queridos, abandonados sin miramientos, ahogados en un marasmo de noches sofocantes y solitarias, no sólo no es reconocida como se merece sino que además suele venir revestida de ciertas connotaciones peyorativas que yo, la verdad, no acierto a comprender. Como si sólo estuviéramos pensando en juergas, cada vez que nos vemos liberados temporalmente de la rutina conyugal y/o parental. Nada más lejos de la realidad.
Porque, mirándolo bien, quedarse de Rodríguez no es un chollo. Más bien al contrario: te ves de golpe y porrazo sin nada que hacer cuando llegas a casa después del trabajo, y te sobreviene una especie de angustia existencial muy desagradable. Pasar de repente de tener la jornada milimétricamente organizada (trabajo, baño de los niños, cena, fregar cacharrros, recoger la cocina, película/libro, cumplir con la parienta, dormir, trabajo, etc) a llegar a casa sobre las 8 p.m. y no tener nada previsto para las siguientes 4 horas produce un vahído que no todos están preparados para soportar. Por no hablar del vacío afectivo que provoca el llegar a una casa triste y solitaria, sin niños que se abalancen encima de ti nada más traspasar la puerta, sin una mujer que te espere anhelante para contarte cómo le ha ido el día, evitando que tengas que conformarte con ver tranquilamente el partido que están dando por televisión, sin ese calorcillo ajeno en la cama, tan entrañable, tan indicado en las noches de Julio…. Qué lejos están las mujeres de sospechar lo duro que es ser Rodríguez.
Por si este aislamiento emocional no fuera suficiente, encima tienes que soportar las miradas maliciosas de la gente. En cuanto saben que te has quedado solo, todo el mundo da por sentado que vas a dedicar tu (escaso) tiempo libre y tus (escasas) energías a golfear. Y como para el 99,9% de la población la igualdad Rodríguez = Golfo es una verdad indiscutible, el hecho de que intentes desmentirlo, ya sea de palabra, obra u omisión, no hará sino aumentar el número de habladurías en el vecindario, y posiblemente su intensidad. Si llevas una conducta intachable, sin salir de casa, pensarás que dedicas la intimidad del domicilio a alguna actividad ilícita o insalubre (colgar fotos de menores, sintetizar éxtasis, ver Intereconomía, etc). Si sales vestido con pantalón corto a correr un rato, pensarán que no sólo tienes un lío, sino que es con una vecina y que te disfrazas para despistar. No te digo nada si sales de cena con los amigos y vuelves de madrugada: no faltará quién jure que has dejado en la escalera un aroma delator a perfume de mujer. En resumen, hagas lo que hagas, estás jodido.
Y lo peor es que si, como es mi caso, no haces nada de esto, se te va creando una frustración que te reconcome por dentro. Porque es inevitable acabar pensando que, total, si todo el mundo (posiblemente tu mujer incluida) está convencido de que estás haciendo del mes de Julio un homenaje al Marqués de Sade, casi sería razonable hacerlo de verdad. Ya conocen el viejo adagio: “La mujer del César no sólo debe ser honesta, sino también parecerlo”. Pues esto es más o menos igual, pero al revés: ya que pareces un golfo, al menos golfea, que algo queda.
El problema es que ser un golfo me da una pereza tremenda. En serio. Si yo ya era un soso insoportable cuando estaba soltero, imagínense lo que 5 años de matrimonio, más otros 2 de convivencia en pecado han podido hacer en cuanto al apaciguamiento de mis costumbres. Lo que me pide el cuerpo es salir a correr un rato, o tirarme en el sofá y leer un poco, o ver un partido en la tele, ahora que hay mundial (qué satisfacción, el fútbol en verano; lo malo es que sólo pasa una vez cada dos años) mientras ceno un bocadillo de mortadela. Pero esto no se lo creen ni mis amigos, ni los compañeros de curro, y mucho me temo que tampoco mi mujer.
Y, bien pensado, no sé si prefiero esto o me gustaría la opción contraria. Es decir, si las alternativas son que tus compañeros crean que eres un crápula que andas enredado en algo tan gordo que ni siquiera te atreves a confesárselo a ellos (negándoles el más sagrado privilegio de la solidaridad masculina: contar los detalles de los escarceos con la especie contraria) o que crean que eres un ser a medio camino entre el hombre y la acelga que no encuentra nada mejor que hacer las noches de verano que quedarse en casa viendo la tele, leyendo o haciendo abdominales, en cualquier caso tu imagen saldrá malparada, pero en el primer caso, al menos, te quedará el consuelo de que ver que todo el mundo te mira con admiración y, por qué no decirlo, con cierta envidia; en el segundo, inspirarás algo parecido a la ... ¿lástima?
Así que ya ven. Me queda por delante todo el largo y cálido mes de Julio para sufrir en silencio la triste soledad de los Rodríguez, y para soportar pacientemente los pensamientos malintencionados de aquellos que están al corriente de mi situación.
No me digan que no les doy un poco de pena.
El Rey Imprudente – Geoffrey Parker
Hace 3 días
2 comentarios:
Pero vamos quien se va acreer este alegato al dolor de la soledad de Rodriguez???.
Eso si ni se te ocurra golfear que todo se sabe y despues a ver cómo lo haces bueno con tu mujer, digo.
Que sepas que tu santa cree ciegamente en ti y ademas te adora.
La imagen con los compañeros es otra historia,
pero seguro que a alguien que cuenta tantas (o al menos las escribe), no tendrá problemas para para salir del paso.
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