Su madre se mostró encantada cuando le dijo que pensaba quedarse unos días. Sabía que, en el fondo, su madre pensaba que debería irse para salvar los restos del naufragio (¿Qué restos, mamá? Ni siquiera hay restos…), pero hacía tantos años que no tenía al hijo en casa que decidió aprovechar aquella oportunidad para volver a mimarlo. Javier no se negó. Era agradable sentirse querido. Y siempre le había gustado la cocina de su madre.
Después de comer, el lunes, fue a casa de Laura. Vivía en una casita blanca, algo apartada del pueblo, que se asomaba al mar desde unas rocas grises y desnudas. La encontró sentada en el porche, arropándose con los brazos, el pelo negro bailando con la brisa, al ritmo de las olas. Tenía la mirada perdida en el horizonte del que habría de volver su marido, su amante. No supo el tiempo que permaneció contemplándola. Ella se dio cuenta al fin de su presencia. Se apartó el pelo de la cara y lo invitó, con una sonrisa blanca y triste, a sentarse con ella. Miraron el mar, en silencio, hasta que ella se levantó.
-Hay café hecho. ¿Te apetece? Todavía debe estar caliente.
-Me vendría bien. Ya empieza a hacer frío aquí.
-Te veo muy bien.
-Por Dios, Javi. Si estoy hecha un desastre.
-No es verdad. Sigues preciosa.
-No sabía que fumabas.
-Háblame de tu mujer.
-¿Mi mujer? Se llama Susana. La conocí en la universidad. Tenemos dos niñas, un perro, …. Lo normal.
-¿A qué se dedica?
-Es profesora, como yo.
-Antes decías que nunca te casarías con una mujer que trabajara.
- Las cosas cambian.
-¿Sois felices?
-Estamos separados.
-Lo siento. No lo sabía.
-No importa. ¿Y qué hay de ti?
-¿Cómo es que no te fuiste nunca del pueblo?
-Esta era toda mi vida. Aquí tenía todo lo que necesitaba.
-Antes parecías odiar esta tierra, el pueblo, toda esta vida.
-Puede que odiarla fuera la única forma que tenía de rebelarme contra ella. Siempre sentí que algo me pegaba a esta tierra con tanta fuerza que no podía luchar contra ello, y eso me asustaba. Entonces, lo único que se me ocurría era hacer planes para marcharme de aquí algún día. No sé – se encogió de hombros-. Es algo difícil de explicar.
Él la entendía muy bien. Conocía esa sensación, y era algo contra lo que no se podía luchar. Él lo había intentado, y había perdido. Recordó lo que ella había dicho.
-Dijiste que tu madre dejó algo para mí.
-Siempre quiso que lo tuvieras tú.
Javier pasó sus manos por el libro sintiendo que aquel tacto suave y casi olvidado le ponía un nudo de lágrimas en la garganta. Lo abrió al azar, y la poesía de Lorca le trajo imágenes de Raquel leyendo historias mágicas, en aquel mismo libro, al calor de una lumbre. Recuerdos de noches de invierno, en las que la voz de Raquel les dormía el alma y les despertaba los sueños. Recuerdos de Laura, con los ojos llorosos, suplicando: “Otra vez, mamá. Otra vez”.
Ella se sentó a su lado y le abrió el libro por la primera página. Al lado del título, Raquel había escrito una dedicatoria, con su letra redonda y menuda. Leyó: “Para Javier. Por si se le olvida soñar”. Entonces lloró, sin saber que lo estaba haciendo hasta que notó las lágrimas correr por su cara. Se abrazó a Laura, y el aroma tibio del abrazo le hizo insoportable el dolor de las cosas perdidas. Ella también lloraba. Sin saber cómo, sus labios se unieron. El beso le supo a lágrimas, a veinte años de distancia, a pena, a tiempo perdido. Sintió que se hundía en una espiral oscura, sin fin.
Se amaron con furia, con el frenesí acumulado en tantos años de soñar con el cuerpo lejano del otro. Ella lo llevó con un ritmo sabio y natural a un lugar en el que todo tenía sentido, y él se dejó llevar, aferrándose a ella para no perderse en el delirio de oscuridad que los envolvía. Aquel cuerpo terso y caliente se convirtió en todo su mundo. Hasta que el mundo acabó por explotar, y la habitación se llenó de pedazos de cielo.
Aquella noche, mucho tiempo después, en la soledad de su cuarto, Javier sentía todavía el sabor de aquella piel en la boca, y el calor de aquel cuerpo en la sangre. Sin poder evitarlo, comenzó a pensar en Laura, en Susana, en las niñas, … Sus pensamientos se transformaron en un torbellino inverosímil, desbordante. Sentía su corazón retumbar en el silencio de la casa. No podía dormir, y decidió coger el libro que reposaba sobre la mesilla, a su lado. Comenzó a leer. Una página, dos, tres. Leyó hasta que los versos esparcieron un aire nuevo por la habitación y le refrescaron la conciencia. El día siguiente lo encontró dormido, con el libro entre las manos.
Aquellos días pasaron rápidamente, llevándolos de vuelta a la adolescencia, a los años de amores culpables y escondidos. Ellos saboreaban cada momento como si quisieran recordarlo para siempre, como si olvidar uno solo de aquellos instantes fuera un pecado mortal. Aprendieron a conocer el cuerpo del otro, sin prisas, parándose en cada detalle, en cada pliegue de la piel, llenándose de un sabor intenso, embriagador. Él pasaba el tiempo en casa, en la playa, en cualquier sitio. Sólo esperaba el momento de encontrarse otra vez entre aquellos brazos que eran el puerto que había buscado durante toda la vida, de sentir aquellas manos acariciarle la cara. Ella sentía que el tiempo pasaba más despacio cuando él no estaba. No le importaba nada que no fuera perderse en aquel cuerpo que había sido parte de sus sueños durante tantos años. Ninguno de los dos quería pensar en el mañana. Intentaban en vano que el destino se olvidase de ellos, que el futuro les dejase vivir para siempre en aquel mundo que habían construido para ellos solos. Pero no podían engañarse: los dos sabían lo que iba a pasar.
Javier notaba a su madre cada vez más agitada, como si quisiera quitárselo de encima y no se atreviese a decirlo. Eran ya casi dos semanas las que había pasado en el pueblo, y su madre no sabía qué pensar. Él estaba seguro de que todavía no habían empezado a circular rumores, pero eso era algo que pasaría tarde o temprano, en un pueblo tan pequeño. Lenta y dolorosamente, la realidad comenzó a filtrase por las rendijas de su paraíso. Laura nunca le hizo la menor insinuación, pero llegó el momento en que los dos tuvieron claro que tenían que hablar de ello.
Estaban en la cama, en casa de Laura. El sol entraba por la ventana mal cerrada mientras ellos fumaban un cigarrillo a medias. Era uno de esos momentos de reposo, tranquilos. Uno de esos instantes en los que el silencio no es incómodo o inútil.
-¿Qué vamos a hacer ahora?
La voz de Laura lo sobresaltó, como si hasta ese momento no hubiera sabido que estaba acompañado. ¿Qué hacer? Era una buena pregunta, y sabía que en algún lugar debía haber una respuesta.
-No lo sé –contestó con un suspiro, apagando el cigarrillo.
-Sabes que me iré contigo si me lo pides, pero preferiría que no lo hicieras.
-No quieres abandonarlo, ¿verdad?
-No puedo hacerlo. Pero siento que si me pides que me vaya tampoco podré negarme.
-Entiendo.
-¿De verdad?
-¿Qué quieres decir?
-Creo que no lo entiendes tan bien como dices. No acabas de comprender cómo están las cosas.
-¿Y cómo están las cosas?
-Esto no durará. Un buen día Susana te llamará de nuevo a su lado, y tú te irás.
-No me iré.
-Si, claro que te irás. Abrazarás a tus hijas, pedirás perdón a tu mujer, y le rogarás a Dios que no te dé más oportunidades de echar abajo tu vida. Eres de esos hombres que siempre vuelven a casa.
-Susana no volverá a llamar.
-Te llamará. Seguro. Sólo alguien tan tonta como yo te echaría para siempre de su lado.
-Si que quieres hacerlo, Javier. Puede que no desees dejarme, pero lo que sí quieres es volver a Madrid con tu mujer y tus hijas. Y con tu perro.
Javier no supo si había estado pensado en voz alta o ella le había leído el pensamiento. Ahora no sabía qué decir.
-¿Qué pasará contigo?
-Me quedaré aquí, mirando al mar, pensando en ti. Tú te irás olvidando poco a poco de mí, porque ni yo ni este mundo tenemos un sitio en tu vida. Hace veinte años que nos dejaste atrás.
Laura hablaba con una voz hueca y quebrada, como si estuviera totalmente vacía por dentro. Como si fuera una muñeca en la que resonaran las palabras que alguien decía en otro lugar, muy lejos de allí. Sintió que la pena le mordía en el alma como un lobo hambriento, mientras desde el mar le llegaba el murmullo de las olas, convertido en una risa que se burlaba de la gente que cree en finales felices.
-Pase lo que pase, Laura, nunca te olvidaré.
-Claro que me olvidarás. Esto ha sido sólo un sueño.
Él se levantó y se vistió en silencio. Ya estaba atardeciendo. Al salir, se volvió desde la puerta para decirle en un susurro, casi como una oración:
-Hay sueños que nunca se olvidan.
No fue directamente a su casa. Sus pasos lo llevaron hasta una cala pequeña y apartada, de arena blanca y fina. En el cielo, un cuarto de luna se elevaba perezosamente. Sin saber por qué lo hacía, comenzó a caminar hacia el mar. Con las olas rompiendo en su pecho, sin importarle que el gélido abrazo del agua de Abril le doliera en la piel, la imagen de Raquel volvió a bailar ante sus ojos. Aquella playa escondida había sido el único refugio contra la tristeza de una mujer tranquila, capaz de maravillarse ante una puesta de sol cada día. El lugar favorito de Raquel. Como un último homenaje a la mujer que en otro tiempo le había enseñado a disfrutar con todas esas pequeñas cosas, se sumergió en el agua helada. Aguantó la respiración tanto como pudo, en medio de un silencio perfecto y oscuro. Cuando salió de nuevo a la playa, tiritando, se sintió limpio y suave como un niño pequeño.
Al día siguiente, cuando sonó el teléfono durante la cena, supo que era Susana antes de que su madre contestara. Lo cogió sin saber qué decir, pero todo fue bien. Tuvieron una conversación sincera y fácil, sin palabras de más. Él hablaba recordando lo que Laura había dicho, y sintió que algo se le rompía en el pecho. Después de un rato, al colgar, supo que Laura estaría en el porche, sentada, mirando a lo lejos, al mar, con un cigarrillo colgando de su sonrisa triste. Subió a su habitación. El libro estaba sobre la mesilla, al lado de la vieja fotografía. Raquel. Laura. Se acercó a la ventana. Fura comenzó a caer una llovizna fría. Pensó que resultaba irónico: el cielo lloraba mientras él se tragaba las lágrimas.
Cuando fue a despedirse de Laura ya tenía hechas las maletas. Ella lo vio subir por el camino de piedra y sintió en los huesos el frío de un invierno todavía lejano. Él llegó a la casa y se sentó en el porche, a su lado. No dijeron nada. Javier le entregó aquella fotografía vieja en la que el tiempo se había parado para siempre, y que ya no tenía sentido en su habitación de adolescente. Ella la miró sin verla, acariciando el marco con un dedo. Raquel les había dicho un día que las palabras no tienen cabida en las despedidas. Ahora que se separaban para siempre comprobaban que era cierto: la única manera de decir adiós es compartir en silencio el dolor de los recuerdos que todavía no son pasado. Se marchó sin mirar atrás, y ella lo vio alejarse sintiéndose aplastada por los años de soledad que aún no había vivido. Mientras Javier salía de su vida con pasos cansados, Laura repitió lo que él le había dicho aquella noche:
-Hay sueños que nunca se olvidan.
Volvió a Madrid en el mismo sucio tren que lo había traído. Había pasado las últimas horas en el pueblo ante la tumba de Raquel, y se fue dejando sobre la tierra húmeda dos rosas rojas. Su madre y su hermana lo despidieron en la estación. Quizá creyeron que las lágrimas de sus ojos eran para ellas. Susana había dicho que podían intentarlo de nuevo, pero no estaba segura de que fueran a lograrlo. Él si lo estaba. Sabía que lo conseguirían. Aunque nunca pudiera olvidar a Laura, aunque aquellas dos semanas alimentaran sus sueños durante toda la vida, sabía que aprendería a ser feliz en Madrid, con su mujer y sus hijas. Iba a renunciar a muchas cosas. Al mar, a sus sueños, a Laura… Sabía que le iba a doler, pero era el precio que debía pagar por su segunda oportunidad. Y estaba dispuesto a pagarlo.
En el camino de vuelta sus pensamientos tomaron un rumbo distinto. Sin remordimientos, sin lamentaciones. Se sentía en paz consigo mismo, con las maletas llenas de la sabiduría que da el desencanto. Los campos de Castilla pasaban veloces por la ventana. Por algún sitio entraba un aire tibio de primavera, fragante y adormecedor. Cerró los ojos y se sintió de nuevo viajando, como veinte años antes, en busca de unos sueños que le hicieran olvidar los que había dejado atrás.
Cuando despertó, Madrid se presentía ya a lo lejos como una nube de humo sucio sobre el cielo azul. Se desperezó. Luego, sin saber por qué, buscó en su bolsa el libro de Raquel. Mientras leía la dedicatoria, en sus oídos resonaron palabras de otro tiempo, de otro lugar.
Otra vez, mamá. Otra vez.
3 comentarios:
Me da la impresión de que en este relato hay mucho de autobiográfico.
El escenario, el pueblo, es un marco idílico pero inventado, difuso, sin detalles.
Sin embargo los sentimientos, las despedidas, las ausencias y las segundas oportunidades parecen experiencias vividas.
No sufras mucho.
WMM, el relato no es autobiográfico. Ni el protagonista ni la historia tienen nada que ver conmigo (yo no creo en las segundas oportunidades; y en las primeras, así, así...). Espero no decepcionarte demasiado.
Intentaré seguir tu consejo, pero lo veo difícil: soy un sufridor vocacional, qué le vamos a hacer.
Un saludo.
Este relato es de los tuyos, de los tristes, de los que pueden ser reales, una historia corriente...aunque dices que no es autobiográfico (ya lo se)a veces parece que hubieras vivido cada instante de estos relatos.
No eres un sufridor, pero lo expresas tan bien que lo parece.
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