A mucha gente le suena la expresión estar en Babia. Significa estar distraído, poco atento, fuera del mundo. Lo que no sabe tanta gente es que Babia existe. Como Teruel, o más. Durante mucho tiempo me he encontrado gente que pensaba que era un lugar inventado. Pasa como con Jauja (que también existe, pero creemos todos que no). Pues si, señores. Babia existe. Babia es real.
Babia es una comarca del norte de la provincia de León, formada por un par de valles encuadrados entre las comarcas de Omaña al sur, Laciana al oeste y Luna al Este, y limita al Norte con Asturias. Dividida administrativamente en Babia Alta y Babia Baja, que físicamente coinciden, grosso modo, con el valle que va de Luna a Laciana y con el valle de Luna a Asturias, por el puerto de Ventana.
El origen de la expresión anterior (estar en Babia) tiene un origen curioso. Esta zona era la elegida como lugar de asueto por los Reyes de León, allá por el siglo XI. Cuando la vida en la capital del reino les generaba demasiado estrés, que ya sabemos todos lo agobiante que puede ser eso de gobernar, cogían los trastos y se piraban unos días a este rincón del mundo. Desaparecían. Y cuando en la corte de León alguien preguntaba por el rey, se le contestaba: El rey está en Babia. Que era tanto como decir que no estaba para nada, ni para nadie.
Aunque también hay otra explicación para la expresión. Babia es una zona de pastos. El paisaje, formado por peñas calizas, con relieves pronunciados y valles no demasiado amplios, no da para más. Actualmente la ganadería predominante es vacuna, pero antiguamente era de ovejas (y de caballos, por supuesto: según la tradición, el caballo del Cid, Babieca, debía su nombre a su origen babiano). Las ovejas son bichos bastante viajeros, y estaban en Babia los meses de verano, pero los inviernos, que por esta tierra son bastante jodidos, se iban al sur, en busca de mejor clima. Y con ellas se iban, claro, los pastores. Entre ellos, algunos eran chicarrones babianos que en las noches extremeñas no podían evitar quedarse absortos recordando su tierra, mirando hacia el norte con aire distraído, y motivando que sus compañeros, cuando los veían así, comentaran que estaban en Babia. En cualquier caso, me parecen dos explicaciones verosímiles.
Porque, la verdad, no me extraña que los Reyes eligieran este rincón para olvidarse del mundo, ni que los pastorcillos lo añoraran cuando estaban lejos de él. Es una zona muy bonita, con paisajes preciosos, con un estilo de vida tranquilo, y con una temperatura que te permite dormir a gusto por las noches, incluso en verano (por dormir a gusto entiéndase dormir arropado con una manta y un edredón, so pena de pelar un frío del copón a partir de las 12 de la noche).
Conocí esa zona cuando me casé con una indígena del lugar. Para ella, al igual que para toda su familia, Babia es su casa, aunque ha vivido casi siempre fuera de allí y la casa del pueblo (pedazo de casa, por cierto) sea sólo para vacaciones y fines de semana ocasionales. Más allá del tiempo que pase allí, la sensación de pertenecer a algún sitio, de tener raíces, de que ese pueblo sea el que está en sus recuerdos de la infancia, es lo que hace que ella considere que aquel es su refugio, su santuario, el lugar en el que cargar las pilas. Realmente, es muy fácil olvidarse de todo, relajarse y recuperar el equilibrio que a veces el día a día se encarga de quitarnos.
Debido a su trabajo, bastante flexible, y a su fobia al calor (detalle este compartido por nuestra prole), en cuanto a los críos les dan las vacaciones en el colegio salen pitando rumbo a Babia, y se pasan allí prácticamente todo el verano. Yo voy los fines de semana.
Y, oigan, es una gozada. No me sorprende, porque ir a descansar a Babia no es más que seguir el ejemplo de los reyes, y esa gente siempre ha sabido cuidarse. Pero, independientemente del paisaje, de la temperatura amable, de poder estar tirado a la bartola a la sombra de un manzano, de la buena comida, Babia me gusta también por otras razones, más sentimentales.
No llego, lógicamente, al nivel de militancia de mi mujer. Al fin y al cabo, ella es oriunda, y yo no. Pero no puedo evitar pensar que mis hijos tienen suerte al poder disfrutar de un sitio así desde su infancia. Babia estará para siempre asociada a su niñez, y eso es algo que me alegra. Porque todos los niños deberían tener algo parecido para recordar cuando ya no sean niños. Y el hecho de saber que Babia formará siempre parte de su vida hace que también forme parte de la mía.
Así que, ya ven, podría decirse que me he acostumbrado bastante al paisaje. Además, tiene un aliciente añadido: es una auténtica pasada salir a correr por los caminos de los alrededores. Son muy empinados, si, pero la sensación de correr al lado de los regueros, durante algunos tramos sintiendo el sol en la cara, otros corriendo a la sombra de los árboles, rodeado por el olor de los prados húmedos o de la hierba recién segada no tiene precio. Por fortuna, porque si lo tuviera seguramente yo no podría pagarlo. A todo esto hay que añadirle la espectacular imagen de la mole caliza de Peña Ubiña como telón de fondo. Impresionante. No todo es idílico, desde luego: de vez en cuando te cruzas con una vacada que baja de los pastos de verano (los puertos, dicen allí), y, aunque en general las vacas de la comarca son pacíficas, a veces te dan algún pequeño susto; por otra parte, desde que el SEPRONA ha tenido la feliz idea de repoblar la zona con osos pardos, lo de salir a correr por según que caminos no deja de ser un deporte de riesgo. Pero, en general, es un sitio ideal.
Aunque, claro, estamos hablando del verano. Qué, curiosamente, es la época del año en la que se produce un mayor contraste entre la población autóctona y los que vamos de vacaciones o a pasar el fin de semana. Porque para los habitantes de la zona, el verano es la época más estresante del año: es cuando más trabajo tienen, porque es cuando tienen que segar y recoger la hierba que será el alimento del ganado durante el invierno. Así que con el trabajo de segar, remover para que se seque bien, recoger y guardar en el pajar, la gente de por allí está bastante ocupada. A esto hay que añadir, además, el cuidado diario del ganado y la ansiedad que los ataca cada vez que en el cielo aparece alguna nubecilla (la lluvia puede echar a perder la hierba, porque si no se seca bien no se puede recoger). Aunque, para ser sinceros, lo del estrés no parece ser algo que se haya inventado en Babia, precisamente. El paisanaje es de natural más bien tranquilo y sosegado, y las cosas se hacen a un ritmo pausado. La vida va a otra velocidad.
Pero, como les decía, en verano siempre te asalta un puntito de vergüenza porque tú estás mangándola como un bellaco mientras les ves a ellos currar. En invierno, sin embargo, el tema cambia. En invierno no hay nada que hacer, porque las primeras nieves, generalmente en diciembre, ya pillan a la gente con la hierba para el ganado recogida, con la matanza hecha, curándose en la bodega, y con la despensa bien provista. Fuera de atender al ganado, no hay más que hacer que comer y dormir. En esas condiciones, es más difícil sentirse extraño entre ellos, porque estás en la misma situación. Y si el paisaje es bonito en verano, todo verde de prados y blanco de peñas, no les digo nada en invierno, cuando caen unas nevadas espectaculares. No hay nada comparable a la sensación de levantarse por la mañana y ver, al abrir la ventana, el paisaje de Babia cubierto por un manto de nieve.
Este clima es el que configura también, en parte, las costumbres de la gente. En el invierno de Babia el tiempo no invita precisamente a salir mucho de casa, así que allí, como en buena parte del norte de León, todavía se hacen los filandones, esas charlas eternas sobre cualquier cosa, o sobre ninguna, en las que antiguamente las mujeres aprovechaban para hilar la lana (hilar = filar) al amor de la lumbre, y que hoy, que compramos la ropa hecha y ya poca gente sabe hilar, se hacen simplemente para hablar mientras el tiempo pasa y el resplandor de la luna en la nieve se filtra por las ventanas. Esas charlas en las que la gente afila el ingenio, y la ironía.
Porque les puedo asegurar que lo de asimilarse al paisanaje llega hasta cierto punto. Los nativos de la zona gastan una retranca muy difícil de alcanzar por alguien de fuera, por más que se intente. Al principio no sabes muy bien de qué van, ni cómo tomarte algunos comentarios. Con el tiempo te acostumbras, e incluso puedes llegar a devolverles alguna puya (aunque sin llegar a su nivel), lo que, con suerte, servirá para que te acepten como miembro del clan. Aunque quizá más acertado que aceptar sería el verbo tolerar.
Pues nada, allí me he pasado el fin de semana, secuestrado por los niños (que como ahora que estoy de Rodríguez pasan menos tiempo conmigo, en cuanto me ponen la vista encima ya no me sueltan en todo el fin de semana), aprovechando para correr mientras ellos meriendan o duermen la siesta, jugando con ellos en la piscina, paseando a la orilla del río, durmiendo con manta…
En una palabra, estando en Babia.
La verdad, se lo recomendaría, pero es que igual se animan y se me llena aquello de gente. Y no sería lo mismo. Me gusta tal y como está ahora. Así que fíense de mi palabra: Babia es una preciosidad.
Babia es una comarca del norte de la provincia de León, formada por un par de valles encuadrados entre las comarcas de Omaña al sur, Laciana al oeste y Luna al Este, y limita al Norte con Asturias. Dividida administrativamente en Babia Alta y Babia Baja, que físicamente coinciden, grosso modo, con el valle que va de Luna a Laciana y con el valle de Luna a Asturias, por el puerto de Ventana.
El origen de la expresión anterior (estar en Babia) tiene un origen curioso. Esta zona era la elegida como lugar de asueto por los Reyes de León, allá por el siglo XI. Cuando la vida en la capital del reino les generaba demasiado estrés, que ya sabemos todos lo agobiante que puede ser eso de gobernar, cogían los trastos y se piraban unos días a este rincón del mundo. Desaparecían. Y cuando en la corte de León alguien preguntaba por el rey, se le contestaba: El rey está en Babia. Que era tanto como decir que no estaba para nada, ni para nadie.
Aunque también hay otra explicación para la expresión. Babia es una zona de pastos. El paisaje, formado por peñas calizas, con relieves pronunciados y valles no demasiado amplios, no da para más. Actualmente la ganadería predominante es vacuna, pero antiguamente era de ovejas (y de caballos, por supuesto: según la tradición, el caballo del Cid, Babieca, debía su nombre a su origen babiano). Las ovejas son bichos bastante viajeros, y estaban en Babia los meses de verano, pero los inviernos, que por esta tierra son bastante jodidos, se iban al sur, en busca de mejor clima. Y con ellas se iban, claro, los pastores. Entre ellos, algunos eran chicarrones babianos que en las noches extremeñas no podían evitar quedarse absortos recordando su tierra, mirando hacia el norte con aire distraído, y motivando que sus compañeros, cuando los veían así, comentaran que estaban en Babia. En cualquier caso, me parecen dos explicaciones verosímiles.
Porque, la verdad, no me extraña que los Reyes eligieran este rincón para olvidarse del mundo, ni que los pastorcillos lo añoraran cuando estaban lejos de él. Es una zona muy bonita, con paisajes preciosos, con un estilo de vida tranquilo, y con una temperatura que te permite dormir a gusto por las noches, incluso en verano (por dormir a gusto entiéndase dormir arropado con una manta y un edredón, so pena de pelar un frío del copón a partir de las 12 de la noche).
Conocí esa zona cuando me casé con una indígena del lugar. Para ella, al igual que para toda su familia, Babia es su casa, aunque ha vivido casi siempre fuera de allí y la casa del pueblo (pedazo de casa, por cierto) sea sólo para vacaciones y fines de semana ocasionales. Más allá del tiempo que pase allí, la sensación de pertenecer a algún sitio, de tener raíces, de que ese pueblo sea el que está en sus recuerdos de la infancia, es lo que hace que ella considere que aquel es su refugio, su santuario, el lugar en el que cargar las pilas. Realmente, es muy fácil olvidarse de todo, relajarse y recuperar el equilibrio que a veces el día a día se encarga de quitarnos.
Debido a su trabajo, bastante flexible, y a su fobia al calor (detalle este compartido por nuestra prole), en cuanto a los críos les dan las vacaciones en el colegio salen pitando rumbo a Babia, y se pasan allí prácticamente todo el verano. Yo voy los fines de semana.
Y, oigan, es una gozada. No me sorprende, porque ir a descansar a Babia no es más que seguir el ejemplo de los reyes, y esa gente siempre ha sabido cuidarse. Pero, independientemente del paisaje, de la temperatura amable, de poder estar tirado a la bartola a la sombra de un manzano, de la buena comida, Babia me gusta también por otras razones, más sentimentales.
No llego, lógicamente, al nivel de militancia de mi mujer. Al fin y al cabo, ella es oriunda, y yo no. Pero no puedo evitar pensar que mis hijos tienen suerte al poder disfrutar de un sitio así desde su infancia. Babia estará para siempre asociada a su niñez, y eso es algo que me alegra. Porque todos los niños deberían tener algo parecido para recordar cuando ya no sean niños. Y el hecho de saber que Babia formará siempre parte de su vida hace que también forme parte de la mía.
Así que, ya ven, podría decirse que me he acostumbrado bastante al paisaje. Además, tiene un aliciente añadido: es una auténtica pasada salir a correr por los caminos de los alrededores. Son muy empinados, si, pero la sensación de correr al lado de los regueros, durante algunos tramos sintiendo el sol en la cara, otros corriendo a la sombra de los árboles, rodeado por el olor de los prados húmedos o de la hierba recién segada no tiene precio. Por fortuna, porque si lo tuviera seguramente yo no podría pagarlo. A todo esto hay que añadirle la espectacular imagen de la mole caliza de Peña Ubiña como telón de fondo. Impresionante. No todo es idílico, desde luego: de vez en cuando te cruzas con una vacada que baja de los pastos de verano (los puertos, dicen allí), y, aunque en general las vacas de la comarca son pacíficas, a veces te dan algún pequeño susto; por otra parte, desde que el SEPRONA ha tenido la feliz idea de repoblar la zona con osos pardos, lo de salir a correr por según que caminos no deja de ser un deporte de riesgo. Pero, en general, es un sitio ideal.
Aunque, claro, estamos hablando del verano. Qué, curiosamente, es la época del año en la que se produce un mayor contraste entre la población autóctona y los que vamos de vacaciones o a pasar el fin de semana. Porque para los habitantes de la zona, el verano es la época más estresante del año: es cuando más trabajo tienen, porque es cuando tienen que segar y recoger la hierba que será el alimento del ganado durante el invierno. Así que con el trabajo de segar, remover para que se seque bien, recoger y guardar en el pajar, la gente de por allí está bastante ocupada. A esto hay que añadir, además, el cuidado diario del ganado y la ansiedad que los ataca cada vez que en el cielo aparece alguna nubecilla (la lluvia puede echar a perder la hierba, porque si no se seca bien no se puede recoger). Aunque, para ser sinceros, lo del estrés no parece ser algo que se haya inventado en Babia, precisamente. El paisanaje es de natural más bien tranquilo y sosegado, y las cosas se hacen a un ritmo pausado. La vida va a otra velocidad.
Pero, como les decía, en verano siempre te asalta un puntito de vergüenza porque tú estás mangándola como un bellaco mientras les ves a ellos currar. En invierno, sin embargo, el tema cambia. En invierno no hay nada que hacer, porque las primeras nieves, generalmente en diciembre, ya pillan a la gente con la hierba para el ganado recogida, con la matanza hecha, curándose en la bodega, y con la despensa bien provista. Fuera de atender al ganado, no hay más que hacer que comer y dormir. En esas condiciones, es más difícil sentirse extraño entre ellos, porque estás en la misma situación. Y si el paisaje es bonito en verano, todo verde de prados y blanco de peñas, no les digo nada en invierno, cuando caen unas nevadas espectaculares. No hay nada comparable a la sensación de levantarse por la mañana y ver, al abrir la ventana, el paisaje de Babia cubierto por un manto de nieve.
Este clima es el que configura también, en parte, las costumbres de la gente. En el invierno de Babia el tiempo no invita precisamente a salir mucho de casa, así que allí, como en buena parte del norte de León, todavía se hacen los filandones, esas charlas eternas sobre cualquier cosa, o sobre ninguna, en las que antiguamente las mujeres aprovechaban para hilar la lana (hilar = filar) al amor de la lumbre, y que hoy, que compramos la ropa hecha y ya poca gente sabe hilar, se hacen simplemente para hablar mientras el tiempo pasa y el resplandor de la luna en la nieve se filtra por las ventanas. Esas charlas en las que la gente afila el ingenio, y la ironía.
Porque les puedo asegurar que lo de asimilarse al paisanaje llega hasta cierto punto. Los nativos de la zona gastan una retranca muy difícil de alcanzar por alguien de fuera, por más que se intente. Al principio no sabes muy bien de qué van, ni cómo tomarte algunos comentarios. Con el tiempo te acostumbras, e incluso puedes llegar a devolverles alguna puya (aunque sin llegar a su nivel), lo que, con suerte, servirá para que te acepten como miembro del clan. Aunque quizá más acertado que aceptar sería el verbo tolerar.
Pues nada, allí me he pasado el fin de semana, secuestrado por los niños (que como ahora que estoy de Rodríguez pasan menos tiempo conmigo, en cuanto me ponen la vista encima ya no me sueltan en todo el fin de semana), aprovechando para correr mientras ellos meriendan o duermen la siesta, jugando con ellos en la piscina, paseando a la orilla del río, durmiendo con manta…
En una palabra, estando en Babia.
La verdad, se lo recomendaría, pero es que igual se animan y se me llena aquello de gente. Y no sería lo mismo. Me gusta tal y como está ahora. Así que fíense de mi palabra: Babia es una preciosidad.
Ya está. Ya no necesitan ir a conocerla.
Ah, también estaba en Babia mientras veía la final del Mundial. Pero esa es otra historia, y ya se la he contado.
Ah, también estaba en Babia mientras veía la final del Mundial. Pero esa es otra historia, y ya se la he contado.
4 comentarios:
Me encantooooooooo el sitio... hicimos cuando éramos novios una especie de camino de santiago casa rural a casa rural(y por supuesto en coche) . Una de las paradas fue babia, dormimos por allí una noche, no recuerdo si antes o después del valle del silencio...
Iba a decir que el embalse de Luna bordeado la carretera en aquel dia encapotado me pareció una preciosidad....pero a los embalses los carga el diablo y más en tu calidad de consorte. así que me lo guardo.
Abbrazos.
Caray, Chico, el mundo es un pañuelo. Me alegro de que te gustara. A mí me parece una preciosidad, y le tengo mucho cariño (y eso que, como tu dices, sólo soy consorte).
... aunque me temo que lo del embalse no te lo pillo. Prueba a escribir utilizando los dos hemisferios, anda, porfa.
Un saludo.
Por aqui ando dandome un garbeo por tu blog. Se me habia olvidado poner seguimiento a este comentario.
Lo de los embalses era porque en aragon tu dices que estas a favor de algunos embalses y según en que pueblos te pueden matar.
saludillos y sigo leyendo que te tenia un poco dejado.
Buenas, Chico, cuánto tiempo.
El tema embalse no es motivo de polémica, cae bastante lejos del pueblo de mi mujer.
Estás en tu casa. Y, por cierto, felicidades por el cambio de década. Que la disfrutes.
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